Al ver con profundidad la sociedad actual, llegamos
a la conclusión que esta se caracteriza por la la velocidad; la superficialidad;
el afán, y la búsqueda desesperada por vivir cosas nuevas y pasajeras. Vemos
sin mucho esfuerzo que en ella se le apuesta poco a lo esencial y demasiado a
lo superficial, porque se ha quedado en realidades vanas, blandas,
intrascendentes y sin sentido.
Hoy es muy fácil ver que existe un afán continuo
por las formas, más no por los contenidos; se busca tener, más que ser, y se
infla la verdad como se inflan los pasabocas (chitos, trocillos y tocinetas)
con los que engañamos el hambre y nunca nos alimentamos.
Por el deseo de aparecer valoramos y vemos formas,
muchas voluptuosas con o sin ayuda del bisturí, aunque casi siempre, con ayuda
de él, porque el deporte y la buena alimentación no hacen parte de las
actividades diarias de nosotros los llamados “animales racionales”.
En esta pasajera, facilista, algo ruin,
materialista y oscura realidad, se construye una sociedad light, free y vacía
en la que se vive el hoy sin sentido del ayer y la proyección del mañana, que
son elementos fundamentales para saber vivir, construir, proyectar y
transformar.
Podrían ser muchos los ejemplos sobre este sin sentido, pero quiero detenerme en el trascendental ejercicio de llamar a las cosas por su nombre y descubrir con ello su esencia y sentido. Hace cientos de años ponerle nombre a las cosas, a los fenómenos y -sobre todo- a las personas, era un ejercicio cuidadoso, responsable y muy importante, porque se comprendía que el nombre debe representar la esencia y el sentido que dan unidad. Por esta razón, las palabras griegas y latinas, en nuestra cultura grecorromana, tienen una rica etimología y ella saca a la luz el núcleo vital de los objetos de sus representaciones.
Antes al poner un nombre se buscaba destacar su
realidad profunda, en cambio hoy se privilegia lo rápido y lo insulso que
muchas veces, es intrascendente, pasajero y superficial.
En la antigüedad, llamar a un niño Juan, quería
decir que era obra y gracias de Dios, por ello Juan quiere decir hombre de
Dios. Llamar a una niña Alba, quería decir que estaba llamada a la pureza y así
con miles de ejemplos. De ahí que, según las etimologías de san Isidoro de
Sevilla, la primera mujer fue llamada Eva, porque esa palabra quiere decir
“vida” y Eva según la tradición, es el origen del nacer.
Al pasar los años las sociedades se acostumbraron a
“copiar y pegar” (como hacen los estudiantes al hacer una tarea con la ayuda de
google). A pesar de que en el génesis de nuestro mundo se buscaba el sentido de
lo que se iba a nombrar, siglos después, nuestros antepasados sólo se limitaron
a repetir nombres por sentidos no muy convincentes y por ello, las familias se
vieron, como en el libro de Gabriel García Márquez: Cien Años de Soledad, a
llevar todos y por varias generaciones el mismo nombre. Se entiende que era
mejor copiar que pensar y buscar sentido.
Con tristeza hoy vemos que ante la posibilidad de
llamar a las cosas, los fenómenos y a las personas por un sentido, ahora, se
les nombra por lo más bonito, lo más rápido y lo que mejor suene o esté de
moda, sin importar su significado y esencia. Por esto, se ven lamentables casos
de personas que están condenadas a ser llamadas por palabras que en otros
idiomas son insultos o groserías.
Esta es la época del sin sentido, del consumo y del
humo, la era del vacío y la superficialidad. Estamos viviendo realidades
ligeras que son momentáneas y pasajeras.
Por. Édver Augusto Delgado Verano.